domingo, 9 de noviembre de 2014

— Capítulo 4 —

Y los días pasan, y el otoño con él. Las hojas se deprimen, como yo aquí, encerrada, entre estas cuatro paredes acolchadas. Drogada a pastillas que me hacen delirar más de lo que deliro normalmente. Deseando encontrar respuesta a todo esto. Buscándole salida a mis pensamientos encerrados, que de momento solo se esparcen por un montón de folios que quizás solo sea yo quien los lea y relea, como una tonta, que ahora mismo le escribe al aire y al viento, con la esperanza de que un día alguien más lea esto y me saque de este infierno, que es mi vida... No sé ni a qué día estamos. Y duele, no sabéis cuánto. Solo pensarlo… Duele no tener a nadie que me venga a visitar, duele saber que aunque salga de aquí no tenga un hogar, una familia que me espere. La poca que tenía la perdí, y el resto, el resto no me interesa ni su nombre, porque como os digo, nunca aparecieron por aquí, nunca lucharon por sacarme de aquí, ni por limpiar mi nombre. Todo eso duele. Pero a pesar de eso, sigo y no me rindo. La esperanza nunca la perdí, y espero no perderla nunca. Cueste lo que cueste, montaré cada pieza de este puzle hasta terminarlo. Tengo tanto dentro, tanto que nunca sé qué contar, por dónde empezar con toda esta historia, con lo poco sé y con lo que pueda ir descubriendo. A lo mejor debería dar marcha atrás, años atrás para ver si así encuentro alguna pista que me ayude a mí misma. Dar marcha atrás, y explicar quién era mi familia y quién podría querer nuestra ruina, o la mía. Anoche soñé que tenía a mi hermana conmigo, sí, soñé con momentos alegres de nuestra infancia. Ella, ella era la pequeña, tenía 13 añitos, siete menos que yo, y siempre la cuidaba, como si fuera su madre. Soñé cuando la llevaba a la playa, en esos días tan calurosos de verano; las peleas en la arena después de salir del agua, los chapuzones que nos dábamos, y las horas que nos pasábamos tomando el sol. La quería. Y ahora, ahora no queda nada. Solo recuerdos, que se disfrazan en lágrimas y recorren mis mejillas cada vez que recuerdo su nombre, Mónica. Era lo más importante que tenía en mi familia, con la que me pasaba horas y horas. A quién le cambié pañales, le di paseos, le conté cuentos. Era lo mejor que llegara a mi vida… Ella llegó cuando yo tenía siete años, y me acuerdo como si fuese ayer. Mis padres, sin embargo, no eran tan importantes. Se pasaban medio día fuera de casa, trabajaban los dos, por eso yo me encargaba de cuidarla siempre. El día que llegué a casa y la vi allí, tirada. Llena de sangre. Casi me desmayo en el instante, pero corrí a su lado, le tomé el pulso, pero no respiraba, y joder. No podía conmigo, me desplomé. Lloré. Grité. Sufrí. No sabía si aquello era real o una pesadilla. Hasta que vi alrededor que mis padres también estaban muertos. No sabía qué hacer. Cogí mi teléfono y marce el número 112. No me salían las palabras, fue entonces cuando a lo lejos vi a alguien, escuché su sonrisa, y grité ‘¡SOCORRO! Mi familia está muerta’. El móvil se me calló de las manos, aquel olor era extraño. Aquella persona, su silueta, me resultaba familiar. Le dije, no muy alto, por miedo a que me matase (aunque me daba igual): - ¿Quién eres? ¿Qué haces aquí? ASESINO. Fue ahí cuando se giró, pero la luz me incidía en los ojos y no pude verle el rostro, solo esa sonrisa, malévola. Y susurró: John. Vi como en su mano izquierda apretaba una pistola, y en la otra no sé qué llevaba, parecía mi álbum de fotos. No tardó en sonar la sirena de la ambulancia y de la policía, que apenas tardaron unos segundos en llegar a casa. Antes de que entrasen John se quedó quieto, se agachó y deslizó algo por el suelo, hasta llegar a mis manos: la pistola. Entonces, desapareció por el pasillo, y la puerta se abrió, la policía llegó gritando: - ¡Alto! Ponga las manos donde yo las pueda ver.

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